“Que su elegancia no sea el adorno exterior –consistente en peinados rebuscados, alhajas de oro y vestidos lujosos– sino la actitud interior del corazón, el adorno incorruptible de un espíritu dulce y sereno. Esto le vale a los ojos de Dios. Así se adornaban en otro tiempo las santas mujeres que tenían su esperanza puesta en Dios y respetaban a sus maridos; como por ejemplo, Sara, que obedecía a Abraham y lo llamaba su señor. Ahora ustedes han llegado a ser sus hijas, haciendo el bien y no dejándose inquietar por ninguna clase de temor. Los maridos, a su vez, comprendan que deben compartir su vida con un ser más débil, como es la mujer: trátenla con el respeto debido como coherederas de la gracia que da la vida. De esa manera, nada será obstáculo para la oración” 1 Pe 3, 3-7.
Sabemos por la Sagrada Escritura, especialmente por el libro del Génesis en sus primeros capítulos que, una vez que nuestros primeros padres cometieron el pecado original, la mujer quedó sometida al hombre. Tanto por el hecho de ponerle el nombre de “Eva” (que en la mentalidad de aquel entonces ponerle nombre a alguien significaba autoridad sobre esa persona) como por la misma sentencia divina acerca de la mujer que sentirá apetencia por su marido y este la dominará (Gn 3, 16). La situación de la mujer no quedó bien del todo.
Con el tiempo, el sometimiento se transformó en cosificación, ya que la mujer llegaba a ser una propiedad del esposo. Además, en muchas actividades sociales y religiosas la mujer no tenía ni voz ni voto. Si bien es cierto que las mujeres en Israel gozaban de unos cuantos derechos, muchos de ellos no se llevaban a la práctica por la misma corrupción del corazón, ya que llevaban la ley a la conveniencia del hombre.
En tiempos de Jesús las mujeres tenían muchas restricciones. Por ejemplo, las mujeres no tenían acceso a la escucha de la Palabra de Dios. Las viudas sin hijos no tenían derecho a la herencia del esposo difunto, ya que la herencia ordinariamente pasaba a la familia de este, de tal modo que detrás de la muerte del esposo, junto con la del hijo pequeño, en dado caso que se hubiera tenido (cf. hijo de la viuda de Naím), lo que le esperaba a la viuda era la miseria o llevar una vida apartada de Dios, incluso la misma muerte.
En el Evangelio Jesús alaba la actitud de la viuda pobre que le entrega a Dios no solo dos moneditas, sino todo lo que tenía para vivir. Los apóstoles unieron a la predicación el servicio a los pobres y a las viudas, es decir, a los más desprotegidos.
No solo en el antiguo Israel se ha tenido esta visión distorsionada de la dignidad de la mujer. En toda la historia y en muchas culturas, el machismo ha ocasionado grandes injusticias. Aunque recientemente se habla de los “derechos de las mujeres”, en una cantidad de países no se tienen. Un tema actual es la violencia intrafamiliar, donde ordinariamente la esposa es la que recibe los golpes y las agresiones tanto verbales como físicas.
El título de este artículo: Ni con el pétalo de una rosa, nos recuerda lo que siempre se nos ha dicho, pero, lamentablemente, muchas veces no se cumple. Recordemos a nuestros mayores mencionar la frase que reza así: “a la mujer no se lo toca ni con el pétalo de una rosa”. La mujer, en cierto sentido es tan frágil (porque en muchos otros es más fuerte que el hombre), que no se le debe agredir con lo más suave ni tierno, como lo es el pétalo de una rosa, además, dicho pétalo tiende más a ser una referencia de caricia y dulzura que de violencia.
Tanto en las cartas del apóstol Pablo como en las del apóstol Pedro se hacen alusiones a las mujeres, especialmente a las casadas. Les señalan la manera de comportarse y la relación que deben tener para con sus maridos. No falta el esposo que, al escuchar en una misa de boda alguna de estas cartas tanto paulinas como petrinas, le dé un codazo a su mujer para que oiga bien y haga caso a lo que dice el apóstol. Lo que este buen varón no ha escuchado aún es el mensaje que dirigen estos apóstoles a los esposos, ya que en estas cartas se les exhorta a AMAR a sus esposas y a ENTREGARSE a ellas como el mismo CRISTO lo hizo por su Iglesia. Quizá es más fuerte y comprometedor lo que estos dos grandes apóstoles de Jesús les dicen a los maridos, que lo que mencionan de las esposas.
De entre todas las mujeres hay una en especial que nos llena de emoción y de alegría. Su entrega generosa, su Sí incondicional, su amor de esposa y de madre, su ternura y su firmeza, su inquietud por querer siempre descubrir la voluntad de Dios y hacerla dócilmente; su fe inquebrantable nos hace pensar en Santa María, Madre de Dios. Ella es ejemplo de integridad, humildad, servicio, amabilidad, oblación al sufrir, sencillez y gozo sin fin. María es la llena de gracia, la favorecida de Dios, la Inmaculada, la siempre Virgen. Ella es la Madre de Jesús y también es nuestra Madre.
Si bien el pecado y la muerte entraron a este mundo con el consentimiento y la desobediencia de una mujer, por otra Mujer nos ha venido la Gracia y la Vida. Ella, Sierva obediente, viene a ser el gran Modelo para todos: hombres y mujeres. Nada le dice más a una mujer lo que significa ser en verdad una mujer que María y nada le dice a un hombre lo que significa ser un verdadero discípulo de Jesús que María Santísima.
Con la frase: “Hagan lo que Él les diga”, Ella, la siempre bien amada, nuestra Señora y Reina, nos enseña a todos que, lo más importante en nuestra vida debe ser siempre seguir y amar a su Hijo querido, el Señor Jesús. María, en todo momento nos lleva a Él. Es por esto que san Ignacio de Loyola decía esta bellísima oración a María: “Colócame delante de tu Hijo”, es decir, llévame hacia Él y que mi mirada se encuentre con la suya. Sé tú, Madre amadísima, quien dirija mi rostro al de tu Hijo.
El Señor Jesús, con sus palabras, gestos y actitudes, devolvió la dignidad perdida a toda mujer. Los textos del Evangelio que pudiéramos citar para comprobarlo son muchos. En María se manifiesta esa dignidad que dio Jesús a toda mujer. El texto de san Juan que narra la crucifixión de Jesús, señala claramente cómo la expresión “Mujer”, en labios de Jesús, sonaba mucho más a un título de dignidad que a la indiferencia de un moribundo hacia su madre. Nadie ha brillado más en la gracia y en lo que significa ser persona que María.
Es por esto que en este mes tan especial tenemos que dirigir nuestra mirada a quien nos ha dicho desde el Tepeyac: “Porque yo en verdad soy tu Madre, tuya y la de todos los que en estas tierras forman un solo pueblo y de las más variadas estirpes mis amadores”. El Papa Francisco nos ha dicho a todos los mexicanos que debemos mirar a nuestra Madre (de Guadalupe) y dejarnos mirar por Ella. Debemos contemplarla, pero dejarnos mirar por María como quien tiene algo que decirnos y para darnos todo su consuelo y su amor Persona.
En este mes debemos dirigir una mirada limpia hacia toda mujer y contemplar su dignidad desde el primer instante de su vida hasta la última etapa. Como compromiso ¡hagamos valer los derechos de toda mujer!, tratemos a cada una con dignidad y que el amor hacia nuestra madre, esposa e hijas, hacia las hermanas y primas, las tías y demás familiares, manifieste el deseo de hacer presente el amor de Cristo hacia todas y que todo esto nos lleve a reflejar lo que aquellos primeros discípulos reflejaron porque lo vieron del mismo Jesús, lo que los apóstoles predicaron y lo que los primeros cristianos llevaron a cabo tanto de palabra como de obra.
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