Cómo recuerdo aquella ocasión, aquel dichoso momento. A los pies de una cama de hospital rezando el Rosario por la salud y salvación de aquella querida persona. Momento de tristeza, de angustia, de miedo. Sobre todo, porque se tenía que tomar una decisión.
Momento dichoso porque, con el Rosario en mano, desgranándolo silenciosa y pausadamente, fui entendiendo y comprendiendo, como en la escuela, la voluntad de Dios.
Se fueron aclarando tantas cosas. Fui entendiendo que los caminos de Dios no son nuestros caminos; sus tiempos no son nuestros tiempos; sus maneras no son las nuestras; que sus planes son sumamente más grandiosos que los nuestros. Fui entendiendo que yo no entiendo, pero él sí, y me entiende y me ama.
No puedo olvidar tampoco aquel momento lleno de gozo y alegría. Agradeciendo a María con el rezo del Rosario. Aprendí que todo es don de Dios. Por fin me quedó claro que María es la gran intercesora, a la que Dios no le niega nada, sobre todo si se trata de sus hijos. Aprendí que los momentos de alegría humana, son pasajeros. Que son apenas y un anuncio de los grandes tesoros que nos esperan en el cielo.
Cada Padre nuestro, y cada Ave María, son los grandes momentos para aprender a vivir aquí en la tierra, pero como si estuviéramos en el cielo. Son las grandes oportunidades para encontrar la paz, el consuelo, el alivio, la alegría (no son un mero repetir oraciones…).
Quien se encomienda a María, no quedará defraudado. Por eso, el Rosario, rezado con fervor y frecuencia, es la escuela de María, la gran educadora de la vida.
Santa María, ruega por nosotros.
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